Stanley Kubrick: La exhibición

Las listas de la mejor película de la historia cambian cada año, pero las de mejor director siempre lo incluyen: Stanley Kubrick era el artista total, el obsesivo del Bronx, el que podía llenar una habitación de polaroids y viajar a tres ciudades distintas en el scouting de una sola locación.

Los resultados de su trabajo exhaustivo, escrupuloso, casi maníaco, se respiran en su cine, en esa forma un tanto aterradora de ver la realidad. Sólo hizo 16 películas pero nadie podría decir que el corpus de su obra se agota jamás. Cada una de sus cintas contienen un misterio revelado sobre el deseo y el miedo o sobre el descenso a la locura y el caos que, sin embargo, en algún punto se convierte en algo liberador.

Kubrick dijo alguna vez que la verdad más espantosa sobre el universo no era su hostilidad hacia el ser humano, sino su indiferencia y esto es lo que cada una de sus cintas revelaba: la oscura displicencia de un padre que quiere asesinar a su familia en The Shining (1980), el ominoso futuro ultra-violento y cínico de A Clockwork Orange (1971) o el absurdo fastidio del holocausto nuclear en Dr. Strangelove (1964).

No hacía un cine totalmente serio y ceremonioso como algunos creen; Kubrick celebraba —a veces con ácido sentido del humor— la violenta vorágine que puede ser la vida, desvelaba la falsa ilusión de orden que mantiene quieto y atemorizado al mundo.

La nitidez de su estética, los perfectos cuadros audiovisuales compuestos en cada una de sus cintas, todo apunta hacia la necesidad de liberarnos de ese miedo. Es por eso que aquella fuerza de naturaleza que fue Stanley Kubrick merece celebrarse. Siempre.